Que no es como el de Luther King, aviso. Pero es raro. Yo estaba en un hotel que era el Ritz de Barcelona, pero mucho más grande, lleno de gente joven, abierto a la gente, y todos nos felicitábamos de que la empresa hubiera cambiado de línea y entrara todo el mundo y tuviera mucho éxito. El único inconveniente era que para ir al baño desde la suite había que bajar ocho o nueve pisos a pie y luego hacer cola: cantidad de chicas esperando turno, pero todas contentas. Yo era joven y tenía dos o tres tallas menos. Creo que tenía el cuerpo a lo Charlize Theron. Nos íbamos de fiesta, y mis amigos -jóvenes como yo- me ayudaban a elegir vestido. Al final me ponía uno como el de Rita Hayworth en Gilda. A la salida, cuando estaba a punto de saltar a la gran góndola en la que viajaban mis amigos -el exterior era como Venecia- me daba cuenta de que me había olvidado el mantón de Manila. Mi perrita -que no era Tonino, sino una peludita y pequeñiña- estaba en manos de un paseador profesional al que le insistía en vigilar que no se cayera al canal.

Cuando bajaba de la habitación con el mantón me detenía en el gran salón del Ritz, convertido en una especie de barra interminable con mucha animación y allí me entretenía charlando con jóvenes. Todos celebrábamos que el Ritz al final se hubiera puesto las pilas y hubiera superado la crisis.

Entonces, y ahora viene lo importante, en el vestíbulo había un televisor y gente sentada mirando. En un sillón, un hombre joven, de espaldas. La tele daba la muerte de Marlon Brando en El padrino. Yo me echaba a llorar, me inclinaba y abrazaba por detrás al hombre del sillón, que también lloraba. Entonces él, agradecido, volvía el rostro hacia mí. Yo le decía: «Siempre que veo esta escena lloro» (lo cual en la vida real no es cierto, añade mi yo despierto ahora mismo). Y él me repondía: «Pues imagínate yo, que es mi padre». Era Al Pacino vestido como en El Padrino II.

Tela, ¿no?