Estaba haciendo una megasiesta cuando se ha puesto a llover muy fuerte, esas lluvias de verano insistentes y con aparato (eléctrico). Me he despertado creyendo que era el Apo Calypso: y es que llovía en estéreo sobre los cristales de las ventanas de mi dormitorio-buhardilla, situadas una a cada lado de mi oreja de ese lado. He tomado el mando a distancia con tal presteza, en mi afán de interponer las persianas entre la lluvia y mi sistema auditivo, que he cambiado la programación y no he podido.

Entonces he bajado los quince peldaños (tomando precauciones), y he intentado encontrar instrucciones en el libro de ídems (el que habla del por qué de un tercer grifo, voy a robar esa novela tan gratificante que ya se cómo acaba, y sobre todo, sé que acaba conmigo), lo que no he podido hacer tampoco porque sólo hay instrucciones para el mando de la tele (ésta es otra).

He aprovechado que estaba abajo para subir la temperatura ambiente (la tengo a 25 y quería ponerla a 27), y no había modo. Entonces le he dado a un botón que se ha puesto rojo.

Por fin he llamado a recepción y me han mandado a un señor muy amable que la próxima vez que venga le preguntaré por sus hijos, dada la amistad que desarrollamos. Y me dice, así de entrada, de sopetón:

-¿Se ha mojado?

O sea, existe esa posibilidad. Mientras me arreglaba el mando y corría las persianas, ha murmurado una frase de consuelo.

-Dicen que esta noche no lloverá.

A todo esto no se puede dormir con ese ruido y le he dicho que dormiría en el sofá de abajo y que haría pis en el jarrón do moran unas plantas biológicas, como todo aquí.

-¡Pero en la vida llueve! -ha sido mi última y, creo, admirable observación-. Un diseñador de interiores tendría que saberlo.

Ah, la refri. Que no me preocupe del botón, que se apaga solo en cuestión de quince minutos (llevo media hora y nada), y que no se puede subir la temperatura.

Continuará.