El avecarril me dejó en la salida nueva de Atocha, la de arriba, que hay que caminar hasta la calle como desde Zaragoza. Venga pasillo y sólo dos cintas mecánicas al final. Pero estupendo: apareció Antonio, que venía a recogerme de parte de la editorial. Fuimos al aparcamiento y, mientras él pagaba, yo me quedé en el coche. Un rostro desconocido se metió por la ventanilla: era el de un hombre en su cuarentena, con barba y gafas de intelectual y hecho un basilisco: «¡Mueva el coche!», me gritó, sin modales. Yo, serenamente: «No». «¡Le digo que mueva el coche!». «Pues mejor no, porque no sé conducir, soy medio coja y además quien lo ha dejado aquí para pagar con el ticket no es mi marido. Así que le ruego que le vaya a buscar y le pegue a él». Lo último lo dije con sabiduría, pues Antonio es un hombre alto, bien plantado y fuerte. Al final salimos de allí y vi lo que más me gusta de Madrid llegando por Atocha: esas cervecerías, esos bares de tapas, esos letreros -«bocadillos de calamares»- que no se ven en ningún otro lugar del mundo.

Todavía no llovía. Fui directamente a casa de mi amiga julia -40 años de amistad- y allí estuvimos, disfrutando de la comida -un arroz con alcachofas y bacalao exquisito- disfrutando de la conversación y de los recuerdos, sobre todo recuerdos de quienes ya no están; y de quienes se han ido hace poco. Hablamos de nuestra profesión, también. De libros, de nosotras. De nuestro envejecer. Nos reímos de nuestros fallos, disfrutamos contándonos cómo aumenta nuestra mala leche. Cuando salí diluviaba, de modo que saqué de la funda el impermeable Scream que me regaló Irene en Roma por mi cumpleaños. Y me acompañó al hotel, a donde llegamos riéndonos mucho porque a mí la capucha me cae y me tapa la cara y cualquier día puedo terminar debajo de uno de esos autobuses para los que no existe el metrobús.

Descansé al ver que el hotel es muy moderno pero muy cómodo -y los grifos se abren como está mandado- y ahora os escribo que la noche acabó con una cena enfrente del hotel, compartida con un joven amigo periodista al que aprecio muchísimo y que no permite que el desánimo de los verdugos de ahora acabe con su hambre de vida.

Y he dormido hasta ahora. Luego tengo almuerzo con otro amigo periodista y, al atardecer, iré a casa de mi primer ex y de su mujer que es mi amiga, y allí estaremos juntos, mi familia elegida, contándonos las cosas. Esto es ser feliz, y estoy agradecida. Y la rodilla duele, claro: algo hay que dar, ¿no?

Recordad QUE LUEGO NOS PONEMOS EN CONSTRUCCIÓN. O sea: «Atención, obras. Perdonen las molestias».