Si hay algo que a veces me llega los domingos por la mañana es el recuerdo de las sesiones dominicales matinales de mis catorce, quince años, dieciséis años. A solas o con Terenci, a la sazón Ramón. Muy diferentes de las sesiones dobles de cine de barrio de nuestras respectivas infancias de niños del Raval, las matinées eran un poco la venganza de los cinéfilos pobres, la posibilidad de ver una peli de estreno por un precio módico. En cines hoy desaparecidos -el Fémina, el Kursaal, el Windsor- o transformados -el Comedia, el Calderón: ¿o ya no existe el Calderón? No tonta, ahora es un hotel- nos vimos El manantial de la doncella, de Bergman, y La gata sobre el rejado de zinc, de Brooks, pero también El Cid, La caída del Imperio Romano, La historia más grande jamás contada, La vuelta al mundo en 80 días, Espartaco…. Esta última la vi en el Coliseum, sola -me encanta ir al cine sola, me viene de entonces-, con un acosador al lado que, en el momento más interesante se decidió a actuar. Yo -que siempre iba al cine armada con una aguja para la mantilla, de esas rematada por una perlita falsa- también me decidí. Soltó tremendo alarido y tuvo que largarse, ante la burla generalizada de la platea. Porque las matinées nos permitían también eso: ir a platea.