En un barrio: un bar catalán de toda la vida cierra de repente. En su lugar se ponen los chinos. No cambian nada, pero no saben nada, y el personal se va. Vacío. Un vecino que tiene conocidos en la Caixa cercana pregunta si el bar, con los nuevos propietarios, ingresa algo. «Una burrada cada semana», le dicen. «Y siempre en metálico». Si eso no es limpiar, que venga san Fairy y lo vea.

Otra: en mi barrio tenemos dos comercios pegados, llevados también por chinos. La china del equivalente a un Todo a Cien habla catalán, es muy amable e indefactiblemente dirige a todo el mundo al fondo a la derecha o al fondo a la izquierda cuando pedimos algo. En el otro, que es un almacén de ultramarinos, vamos los domingos o de noche porque es lo único que está abierto. La dama apenas mueve el culo de la silla. Una vez le preguntaron por su marido, que ya no se le ve. «Muerto», dijo. «¿De qué?». Se pasó un índice por la garganta: «No problema, vino la familia».

Otra. Teníamos un restaurante gallego en el que comíamos todos muy a gusto. El menú del día era barato, la calidad muy buena, el trato campechano. Si querías pagar a la carta, el arroz caldoso con bogavante salía caro pero era estupendo. Un sábado como todos los sábados, en que no trabajaban, colgaron el cartel de que habían vendido el establecimiento. Sin prisas, los nuevos dueños se pusieron a hacer obras, desdeñando que la estación más rentable, el verano, se acercaba. Convirtieron el mesón en una especie de local de diseño, con cristaleras ahumadas, taburetes blancos y mesas negras, entre luctuoso y helado. Apenas va gente. Pero no se quejan: el dueño es español pero tiene un socio ruso y vive allí y tienen una cadena de restaurantes que les va también muy bien.

Et voilà!