Ese individuo vomitable. Ya sabéis. Es hiyo -y heredero- de Semon, un refinado establecimiento de delicatessen frecuentado por lo mejor de la clase alta barcelonesa. Tienen restaurantes adjuntos y los trabajadores son muy amables. La abuela, que en paz descanse, era encantadora. Yo me permití comprar un par de veces, cuando gané el Planera en 2000, para agasajar a mi hermana.
Una amiga me invitó a comer en uno de esos dos restaurantes, my acogedor, con un pintor catalán muy reconocido. Eso ocurrió antes de que al nene -que tenía un aspecto de querubín gordinflón que con el tiempo se ha convertido en patético- se le conociera tanto por sus crónicas como por sus cambios de periódico, siempre en plan provocador y siempre en busca de un medio dotado de mayor mezquindad, respectivamente.

Posteriormente, el tipo se casó. Hay gente para todo.
El tío se nos acercó y, hecho el trasero mantequilla -nos hizo la pelota: los tres éramos y somos conocidos, y valorados, más que él; pero eso, claro, no es difícil-, nos contó con detalle su última y -en su opinión- entretenida anécdota, mientras se nos enfriaba a nosotros el primer plato.
Dijo haber ligado con una espectacular mujer, y que, preguntándose cómo la podía sorprender, hizo una llamada y consiguió -él es así- que le abrieran para él solo el Louvre en festivo, y que la llevó a ver no sé si la Mona Lisa, con una botella de champán y dos copas -sí, hijos, sí, como William Holden en Sabrina-, y que inició su labor de caballerosa seducción. Nosotros teníamos una cara de póquer espectacular ante el morrazo, primero, de la irrupción, y segundo, el morrazo de aquel farde. Pero lo más gracioso, lo más revelador -pues explica la clase de frustrado caballero-, fue que añadió que la mujer, insensible a sus ofrecimientos y a su museo y a su champán, le dejó plantado. «¿Os imagináis? ¿Pero qué más quería?».

Como dije en un chat recientemente, yo no tengo inquina personal contra la ultraderecha, sino muy buena memoria.