La señora -por cierto, fallecida en diciembre de 2007- ha irrumpido inesperadamente en este blog, por lo que me siento obligada a rendirle homenaje, rememorando la vez en que ambas coincidimos, en la boda del -cómo decirlo- genial adalid de la fiesta nacional, y de la inolvidable tonadillera o cantante, que me gustaba cantidad, por cierto, cuando cantaba, no así entre coplas.

Pues bien, invitada que fui a la ceremonia y el posterior banquete, con otros periodistas, en los tiempos en que escribía sesudos análisis frívolos, hallábamonos los tribuletes sentados a una mesa cercana a la presidencial, compuesta por Amador, Rocío, José y la susodicha entidad maternal, cuando observamos que el diestro, diestramente, pelaba una gamba con manos temblorosas por la emoción. Entre los cronistas de mi mesa se cruzaron apuestas. Para Rocío, la estremecida recién casada? O para la majestuosa madre? Me decanté por la última opción, pues algo sé de madres de novios: he huido de ellas toda mi vida. Y gané. La dama recibió el don con sobriedad y yo pensé que en aquel momento supo que no perdía un hijo, sino que ganaba una hija. O viceversa.

Vayan estas líneas en su memoria, la de las madres de los toros que su hijo ejecutó en la arena, y la del señor al que se llevó por delante yendo al volante de su propio coche.