Sigo en Atenas, aunque parto para Beirut el 18 y regreso el 21, cosa de ver a las amistades profundas que dejé allí y que siguen a mi lado. Otras murieron físicamente, otras se marchitaron, otras viajaron lejos. Otras vinieron a Atenas, en donde las encuentro.

La primavera ateniense es muy campestre. Brotan matojos y adelfas y margaritas amarillas. El viento -Atenas es muy ventosa- agita los árboles como si quisiera extraerles secretos, y a veces un fino polvo norteafricano empaña los cristales. La Acrópolis a veces parece un frágil animal que tiembla entre nubes enfurecidas, pero cuando se perfila contra el turquesa que ese mismo viento ha pulimentado, ah, amigos, entonces es una filigrana cuya firmeza asombra. En la avenida de Dyonisius Aeropagitus, que bordea el pie de la Acrópolis por la parte en que estoy yo -al otro lado de la Roca se encuentra Monastiraki, para entendernos-, aparte de alguna embajada -la nuestra, sin ir más lejos: un pequeño palacete no demasiado ostentoso, si tenemos en cuenta lo que he visto por ahí y lo que sacaba Évole en Salvados-, se encuentra alguna que otra mansión de armadores, que en estos tiempos, como son tan ricachones y todo el mundo lo sabe y además son unos miedicas, pues van de guardaespaldas hasta los calzoncillos.

El sábado salimos de nuevo hacia Lutsa, porque esta vez fijo seguro que hacía buen tiempo. Y lo hizo, tomé sol mientras hacíamos el aperitivo y comíamos en el merendero -creo que se llama Xipolitos, pero no me hagáis mucho caso: aunque ya he aprendido que mero es smiri-, pero el Mediterráneo no lo toqué ni con el pie. Había quien hacía parapente y esas cosas que requieren tanto control corporal. Tomamos los rituales calamari, salmonetes, un pez local grande a la parrilla, ensalada, patatas fritas con arte, un tsalziki muy gustoso y anchoas picantes muy muy picantes. Las niñas -Alexia, Sara y Clara- disfrutaron muchísimo, y nosotros también, en nuestras charlas de adultos y viéndolas a ellas felices. Luego nos trasladamos al bar de los surfistas y allí, instalados en un rincón donde no corría el viento, continuó todo, los juegos y la charleta, los helados, los cafés y las copas.

Volví muerta al hotel y dormí como una chancha hasta las diez de ayer. Estuve un par de horas en la terraza -cuestión de no perder la color, y de diez a doce no es demasiado fuerte-, y luego me fui a escribir a un café de plakka que tiene la ventaja de que el turisteo se queda fuera, y el interior es muy agradable.

Hoy voy a dar un paseíto y a escribir, y puede que luego me vea con un joven periodista griego amigo mío. Mañana tengo museo por la tarde, y por la mañana he de escribir el perdonen. Dejaré el paseo por el Ágora para cuando regrese de Beirut, una mañanita muy temprana, que no haya turistas, que eso mata mucho la poesía.

He tomado muchas fotos, claro, pero sigo sin poder subirlas. Ya me han advertido los amigos que aquí el wifi se cae con mucha facilidad. Sólo me las admite en Face, como os dije.

Creo que me acercaré a Adrianou, la calle que más me gusta de Plakka, a comprar obsequios para mi gente de Beirut y, de paso, buscar un sitio donde instalarme a escribir.

Hasta pronto, gente.