Y que de ella no se puede adueñar más que el doctor alemán. El resto lo intentan, claro que lo intentan. Pero ni por un momento hemos de caer en la trampa, en las muchas trampas que se nos tienden desde los medios, para los cuales Nelson Mandela se ha convertido en un producto. Venden sus libros, sus películas, le venden a él. Ha muerto en la era del marketing y del todo vale, y por las páginas de los diarios y por los programas de televisión galopan sus biógrafos o sus meros entrevistadores o aquellos que le saludaron una vez. Y todos se refocilan porque van a estar una semana así, hasta el funeral y entierro, y luego quién sabe durante cuánto más tiempo podrán tirar del chollo, alimentar el fetichismo del público -nada que ver con el interés del lector, del ciudadano-, pósters, camisetas, figuritas -puede que incluso lo pongan de caganer en el Belén-, y se acumularán los nuevos hallazgos, los milagritos.

Pero la memoria de un hombre íntegro no nos la quita nadie. Si hubiera muerto con una bomba en la mano, mientras luchaba justamente contra el Apartheid -que hoy ya no existe en Suráfrica: pero la pobreza aparta a los negros de la vida, aunque no esté en la ley-, le habrían considerado un terrorista menos los mismos que hoy le loan y sacan pasta de su fama.