La misa, seguida de cóctel, celebrada por mogollón de curas en la capilla del Palacio Real, con motivo del centenario del nacimiento de Juan de Borbón, tiene una capacidad simbólica que tumba. En primer lugar, porque sitúa escenográficamente el regreso de la hija pródiga (en gastos) y hace que nos preguntemos dónde está el cordero (el contribuyente) que acaba de ser sacrificado para el cóctel (hay que tener un cuajo muy Dinasty para invitar a un cóctel después de una misa por un difunto: un real cuajo de toda la vida). Despejada a medias su reputación, la infanta de España recupera poco a poco su sitio, en este acto pío dotado de reclinatorios. Muy buena la idea de no celebrar la misa en la basílica de El Escorial, en cuya zona cero yace el homenajeado. El Escorial quedó enturbiado para siempre en aquella reunión de mafiosos internacionales con chaqué que también incluyó misa y cuchipanda posterior.

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En el caso que nos ocupa, el de la ceremonia conmemorativa, lo simbólico resulta contundente: hay otro muerto, aparte del susodicho, y no pertenece a la familia. Aparentemente, se llama Pueblo Soberano.