Desde el reposo obligado, guías turísticas y mapas, y la bendita aplicación Google Earth, que tengo siempre a mano en mi vetusto y sólido iPad grande, adquieren una nueva dimensión, casi onírica y, decididamente, curativa.
Desde el reposo obligado veo plazas. Grandes plazas del mundo que solía recorrer. Hablaba de Tahrir en un post anterior. No he estado allí desde antes de la Revolución Traicionada, y lo que tengo en el recuerdo es un continuo sorteo de obstáculos, un desorden urbano redimido por el ritmo sincopado de los cláxones -cuando te acostumbras, le encuentras algo parecido a un chirriante e improvisado jazz-, escalones a destiempo, decenas de hombres ejerciendo oficios -limpiabotas, vendedor de lotería, de prensa, barberos-, establecimientos de comida rápida y la impresionante, opresiva mole de la Moghamma, un enorme edificio oficial de estilo soviético en cuyo interior, realizando trámites, uno puede crecer, desarrollarse, casarse, tener hijos, envejecer y morir. En el lado opuesto, en donde están las bocas de Metro y los pasos subterráneos, y un Kentucky Fried o algo por el estilo, arranca -o termina- la importante calle Talat Harb con su tramo más ancho, sus comercios de cuando los colonialistas europeos, y sus aliados locales de la clase alta, se hacían encargar camisas a medida o elegían para sus puños selectos pares de gemelos. Polvorientos escaparates, hoy, de sastrerías y joyerías, junto a negocios de baratijas que permanecen en una oscura cavidad, como una segunda vida, una vida de hormigas, unos desconchados peldaños más arriba, o más abajo, del nivel de la calle. Subir una escalera empinada y darse con el milagro de una mimada librería, con su sector de souvenirs egipcios más sofisticados que los que se venden en las calles, hacer cola para tomar un té en la única mesa de su único balcón minúsculo, con la intención de hojear el libro recién adquirido, tarea imposible porque los ojos se caen literalmente, se desploman sobre la vitalidad de la calle. E inevitablemente se va, la mirada se va hacia la izquierda, a la inmediata Midan Tahrir que, ya os digo, recuerdo en su destrabada integridad: esa Mughamma, y a su derecha el edificio coqueto, colonial, rosado, del Museo Egipcio anterior a los saqueos y a los muchachos de la Revolución retenidos en su interior; y más a la derecha, ya fuera de la plaza, tengo en el recuerdo aquella preciosa y olvidada sede de la Sociedad Nacional Geográfica, con sus elaborados techos de madera, su silenciosa biblioteca, sus viejos mapas, su sección de juguetes antiguos, sus dioramas sobre la inauguración del Canal de Suez: todo lo que ardió durante una de aquellas sangrientas noches, junto con el edificio.
Recuerdo más plazas: en Varsovia, en Budapest, y la Alexander Platz de los días en que cayó el Muro, cuando aún quedaban soldados soviéticos con sus enormes gorras de plato marcando el paso en la lejanía, entre los pétreos cabezones de Max y Engels.
Pero hoy tengo en el iPad, y en corazón, y en el recuerdo de mis rodillas -los huesos no solo recuerdan: también gimen-, Tahrir antes de la traicionada Revolución y de sus hijos, que eran sus padres, hoy prisioneros o algo peor.
Abrazo Maruja, esa Tahrir…….aquella esperanza… Qué dura está siendo la edad media de estas poblaciones tan abandonadas a sus fuerzas ( eso cuando no apoyan lo peor con tal de que el status quo que les beneficia continúe……)
¡Me gusta, me gusta, me gusta!
Maruja, mi esposa y yo te hemos echado de menos en el diario El País, que compro y leemos desde que nació, salvo los tres años que vivimos en Ginebra y nos tuvimos que conformar con leer La Tribune de Genève. Estamos leyendo tu última obra » 10 años 7″ y lamentamos que la dirección de ese prestigioso diario no autorizaran más tus prestigiosas columnas. Me dan ganas de dejar de comprarlo, pero necesito tocar el papel para que me transmitan las noticias y las opiniones de escritores tan esenciales como tú. Por otra parte nos alegramos de que no te doblegaras a otros espacios, que no son los tuyos, aunque capacidad no te falta. Mi edad (74) años me permiten recordar el tiempo dorado de El Líbano y en su memoria plantamos dos cedros en nuestro jardín. Nunca estuve en ese país, aunque por mi trabajo visité otros de Oriente Medio y tuve contacto con libaneses, concretamente en Muscat. Tanto mi esposa como yo, estamos hambrientos de conocer otras culturas, bien sea por viajes o por la lectura. Soy del pueblo donde nació Azorín (Monóvar) y allí y de mi padre aprendí el amor por la cultura. En tu libro mencionas dos medios donde encontrarte y como soy principiante en el universo » On line», por favor te ruego díme cómo entrar en contacto con dichos medios. Nuestra admiración y cariño. José Carlos Amorós y Ramona Torres Caballero- Calle Benjamín Jarnés, núm 1- 19208-Alovera (Guadalajara)- Tel. 609900551.