Así empieza mi primer artículo del año:

Ese lagrimón, resbalando por el rostro oscuro del presidente Obama, trazando un riachuelo perfectamente definido, el llanto de un hombre bueno, podríamos decir. Cómo me gustaría poseer la ilusión necesaria para creer que no se trata de un truco, del recuerdo de una desilusión o un dolor infantil hábilmente evocado en un discurso; ni el producto de una mala digestión o de una pelea con Michelle, o de unas hemorroides repentinas. Porque, de entrada, me conmoví, con esa capacidad que aún conservo para el primer primor de político, pero que es como empezar una partida de ping-pong cuando ya tienes artrosis: devuelves bien el golpe inicial, con modos del ayer, pero en seguida el otro empieza a colarte tantos.

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