actor británico
Fieramente amar, ferozmente leer
No resultan tan distintas una emoción de otra. Yo he sido siempre de las que se enamoran porque sí y desde el primer momento. Con la lectura me ocurre lo mismo. No me refiero a un libro concreto, sino a esa pasión que brota en mitad del pecho, esa necesidad ineludible de salir a la calle a por un libro nuevo. Aclaro que mi piso de Barcelona está abarrotado de libros: los que tenía aquí y los que compré en Beirut. No importa. También he amado a muchos hombres -a bastantes, al menos- y todavía, a mis 67, siento de vez en cuando el violento mandato de enamorarme ferozmente. Gracias a la vida por ello, dicho sea de paso, pues como aseguró Albert Camus, «no ser amado es una drama, pero la tragedia es no amar».
Así que hoy, domingo, me ha entrado el arrebato de los libros y me he propuesto, idiota de mí, salir a buscar -y encontrar: de ahí lo de idiota- una librería. Al parecer, sólo abre Taifa, en la calle Verdi -todo el fin de semana; el domingo, por la tarde-, por lo que desde aquí agradezco a su propietario, el señor Batlló, el que pueda ir luego.
Pero es que la llama de mi pasión, para entonces, o me habrá consumido o se habrá evaporado. Puedo aguantarme las ganas de lanzarme al cuello de, pongamos, Clive Owen, si pasa por aquí. Ese mecanismo de represión lo he desarrollado con bastante arte, sobre todo desde hace unos cuantos años. He aprendido a sublimar lo que siento, aunque no a dejar de sentir, ni ganas. A reprimirme en la lectura ni siquiera con Franco y sus censuras aprendí, ni siquiera con el Índice de la santa fucking madre iglesia. Muy al contrario, actuaron como alicientes.
Fieramente, ferozmente, necesito satisfacción inmediata. Una librería, una librería, una librería, una librería abierta en domingo. ¿Laie, Bertrand, La Central? A ser posible, con café, con mesas, con barra. Oh, dioses, si el «Titanic» hubiera tenido librería en el bar no me habría importado morir allí.
Llegaré a Taifa esta tarde. O no. Cuando me enamoraba, en los tiempos en que ser correspondida dependía de los dados de la fortuna y no de la biología, si el otro no mostraba reacción inmediata había una oportunidad de que la cosa cuajara: como me gustan los pasivos, me empecinaba y acababa por rendirlos. Pero con los libros es otra historia. Es amor recíproco desde el primer instante. Su rostro, mi cubierta: nos miramos y sabemos que estamos hechos el uno para el otro.
Que no pido la luna, señores: sólo una librería de guardia. Con tantas farmacias como hay en el Eixample -y alguna que otra abierta siempre en festivo-, barrio de burguesía propensa a las indigestiones y a las entretenidas consultas al farmacéutico, ¿no puede existir un librero de turno? ¿Una librera? ¿Alguien que, hechizado por la pasión con que uno se arroja en brazos del volumen desconocido, se nos acerque para ofrecernos una copa de cava y nos inste a que brindemos por esa relación?
Sí, iré a Taifa. Pero el impulso ya ha sido defraudado. La parte interna de mis brazos tiene que rozarse con los libros conocidos -por leídos, releídos o ya adquiridos y amontonados a la espera; los libros que me mandan y no doy-, para no sentir el vacío, y ahí la tentación puede estar en cualquier parte. En la poesía de Miguel Hernández. Si, sí, ahora mismo me abrazo a los dos tomos, grandes, fuertes, febriles, que forman la Obra Completa, publicada por Espasa Clásicos. Me llenan, claro. Pero la excitación, ay, ¿cómo haré para conservarla hasta la tarde?