Apuntes 5
Siempre que contemplo esta impresionante imagen del gran fotógrafo sevillano Rafael Sanz Lobato -que reproduzco respetuosamente-, me veo en esa niña con mantilla y de mirada rebelde que, malhumorada, forma parte de un cortejo funebre femenino. Seguro que yo no era así, que caminaba cabizbaja de la mano de mi madre o mi tía, o de las dos, Lola y Julia subiéndome en la mañana de Todos los Santos a un tranvía que bordeaba la falda de Montjuic -finalizaba en ch, por entonces-, y haciéndome fijar la atención, severas, en las barracas garrapiñadas de cartones que se apretujaban entre el mar y nosotras. «Si la famiia no nos hubiera recogido», decía Lola, «nosotras estaríamos viviendo aqui». La tía Julia cabeceaba, aprobando aquella muestra de gratitud. Bajábamos delante del cementerio, en una especie de explanada, y creo recordar que llevábamos las flores puestas, porque las que vendían a la puerta eran demasiado caras para nosotras.
Recuerdo a muchas más mujeres que hombres, ese día, en el camposanto, un hervir de figuras negras y enmantilladas como las de la fotografía. Para mis acompañantes era su jornada de reinas del duelo. Se habían traído, como tantas inmigrantes del sur, la tradición de que a las mujeres no se les permitía acudir al entierro, pero el resto del año visitar tumbas de parientes era una de las grandes ocupaciones femeninas de la clase humilde. Llevaban el luto como otras llevan hoy el bótox, un añadido que coronaba su oscuro terreno de dominio.
Siempre que examino, y admiro, la imagen de Sanz Lobato, me pregunto si la niña rubia y campesina se libró, igual que la pequeña morena y callada cría del Raval que era yo, de visitar cementerios en fecha tan señalada.
Y de todo lo demás.