María Fernanda Gañán de Nadal-Rodó: in memoriam

Toni Ulled, su nieto y actual director de "Fotogramas", me facilita esta foto de un estreno de cine. Mientras Antonio Nadal-Rodó habla con la actriz Margarita Andrey, María Fernanda se muestra en toda su belleza y carácter, a la izquierda, y pensando en sus cosas
Ayer, a los 92 años, murió la madre de Elisenda Nadal, mi jefa y amiga en Fotogramas, y la mujer que me dijo: «Escribe como hablas», inapreciable consejo que he tratado de seguir. Pero su madre, María Fernanda Gañán, fue jefa mía antes -y en seguida, simultáneamente-, a la cabeza de Garbo, la revista femenina que había fundado con su marido, Antonio Nadal-Rodó, fundador y director a su vez de Fotogramas, en donde Elisenda ejercía de directora ejecutiva.
María Fernanda fue lo que los ingleses calificarían como «a remarkable woman» (una mujer notable), y, posiblemente, también «a redoutable woman» (una mujer temible, imponente), hija de una tierra y de una época que la convirtieron en una gran luchadora en el gremio editorial de la pos guerra. Nacida en Jerez de los Caballeros, Extremadura -como los conquistadores- se vino a Catalunya, se casó con Nadal-Rodó, y dirigió Garbo con un pulso envidiable. La Escarlata O’Hara de Pedralbes, la llamaba yo. Cuando se celebraban, en su casa -única, diseñada por un discípulo de Mies van der Rohe-, las fiestas de entrega de los premios cinematográficos llamados entonces Placas San Juan Bosco (predecesores de los Premios Fotogramas), lo primero que yo veía al entrar, hipnotizada, aparte de a los anfitriones, era un precioso retrato al óleo en el que aparecía ella luciendo, creo, un modelo de Balenciaga -o de Pedro Rodríguez: en todo caso, un grande-, hermosa y determinada como siempre fue. Pues ayer mismo, con la familia -numerosísima: tenía bisnietos hasta de 15 años-, en el tanatorio de Sant Gervasi, aparecía en su último lecho como una mujer fuerte y dueña del espacio a su alrededor.
Siempre fue así con María Fernanda, y su muerte, no siendo yo pariente suya, sin embargo me ha sacudido. Sin ella -y sin luchar contra ella, en muchas ocasiones- yo tampoco sería la mujer que soy. Era endemoniadamente seductora; por lo tanto, puedo afirmar sin dudarlo que la quería tanto como necesitaba a veces huir de ella. La recuerdo llegar a la redacción conduciendo un coche deportivo, mandar mucho, trabajar lo suyo, no perder ni ripio ni onda, carecer de tiquismiquismos, de ranciedades o de hipocresías típicas de la burguesía de entonces y de las mujeres de su clase social. María Fernanda no se escandalizaba por las moderneces -aunque la moderna de verdad era Elisenda, su hija, que en Fotogramas lo demostraba: eran los 60, demonios-, y llevaba una revista que, dedicada a la mujer, no era solamente un nido de chismes y reportajes sobre los famosos de entonces, aunque eso no le faltaba. Pero tenía espacio literario -publicaban cuentos Ana María Matute, Carmen Kurtz, Concha Alós y otras escritoras-, crítica literaria también, un serial detectivesco y una sección de moda con lo que entonces llamábamos «figurines», o sea, dibujos, de primera calidad. Era una revista entrañable de la que muchos de mi generación se acuerdan: desapareció cuando el hígado se comió al corazón. Y os he de decir una cosa: el primer reportaje que María Fernanda me encargó, por mediación de su hija -que maquetaba Garbo, además de Fotogramas: Eli siempre fue una adelantada en eso que ahora llaman diseño gráfico–, ese primer reportaje, digo, fue sobre la diferencia de salarios entre mujeres y hombres en España. En 1966. Ahí queda eso.
Además, Garbo patrocinaba el prestigioso premio de Novela Corta Café Gijón, que se entregaba anualmente en dicho café legendario, y cuyo jurado presidía Fernando Fernán-Gómez.
Para mí, durante los años en que trabajé bajo su reinado -de emperatriz familiar del papel podríamos calificarla: y su imperio no era de este mundo chabacano de ahora-, los dos momentos mágicos anuales para una pardilla que aún no había visto mundo, es decir, yo, eran, por este orden, la entrega de las Placas San Juan Bosco, con aquel bien de Dios de artistas y gente del cine reunidos en una fiesta que no tenía parangón por lo rumbosa y, también, por lo exquisitamente doméstica y barcelonesa; y nuestro viaje a Madrid con motivo de la reunión del jurado y la decisión del premio Café Gijón. En este último caso nos instalábamos en el hotel Sanvy, en la Castellana, y yo hacía la crónica e iba arriba y abajo con ella y con su marido, y un hito de cada viaje era llevarme -«portarem a la nena, que li agrada molt»- a comer a un restaurante thailandés.
Con las Placas San Juan Bosco y ya muy integrada en aquel gran Fotogramas de finales de los 60 y principios de los 70, viví noches maravillosas, compartidas con los amigos y con mi novio de antes y familia elegida de ahora, el Quim Llenas. Recuerdo una noche en que íbamos todas las chicas de negro y con el mismo corte de pelo, y que rodeábamos a la casi debutante y premiada Marisa Paredes, que poco después vivió un idilio con nuestro redactor de lujo, Enric Vila-Matas, un jovencillo monísimo y soñador. Aunque la reina de la fiesta era Elisenda Nadal -que creo que por entonces ya tonteaba con su futuro marido, Jesús Ulled-, sus padres eran como los Windsor, poniendo su palacete a disposición del Cine. Ah, aquella noche en que Jean-Louis Trinignant, con una copa en la mano, me pidió paso con un «Pardon» sumamente atractivo. No es alto, pensé, qué bien: con lo que a mí me gustan los hombres bajitos (aunque nunca he conseguido enamorarme de ninguno). Eran noches del blanco algodón de la pantalla iluminando todos los rostros del cine español que os podáis imaginar -el clásico y el nuevo-, y no pocos del cine extranjero, que ya empezaban a dejarse caer por estas tierras nuestras. Se comía y se bebía mucho, porque la generosiad de los anfitriones era total, y la noche se alargaba hasta fundirse con la magia del amanecer, que era el de nuestra juventud, aunque entonces no lo sabíamos.
Ayer, con la familia -era viuda desde 1982, Antonio murió de forma fulminante de un ataque al corazón-, con sus seis hijos -Eli, Oriol, Fernanda, Mariano, Xavier y Georgina- y numerosos nietos e hijos de nietos, en aquel último territorio, pensé que era todo un lujo poder enterrar a María Fernanda Gañán de Nadal-Rodó después de haber vivido una larga existencia, durante la cual y hasta el final hizo lo que le dio la gana. Por cierto que Xavier y Georgina, los menores, que de críos pillaron alguna fiesta San Juan Bosco, y la veían, como en las pelis, desde lo alto de las escaleras, me contaron que en una de las ocasiones estaba Marisol, y que subió a saludarlos.
Brindo por María Fernanda, que si nos espera en el cielo -y por muchos años- seguro que ya habrá descubierto que una vez, en Nueva York, a donde me había invitado como señorita de compañía, cuando la dejé sola durante una hora en una tienda y regresé a recogerla, no fue porque me hubiera perdido, sino porque necesitaba ir a mi aire durante un rato. Sorry, Milady. No volverá a pasar.