Me he aburrido como un erizo contándose las púas

O como un ciempiés poniéndose las medias. Y eso que he pasado por encima de los interludios y de los comentarios y de los festejos locales. La gala, amén de larga como de costumbre se ha hecho larga por su liviandad. A fuerza de rechazar lo adulto y de atender lo joven -entendiendo como tal cosa lo memo; lo cual es mentira-, estos cursis patrocinadores de la ceremonia de los Oscar han hecho descansar la función en un buen actor profundamente antipático en persona y una voluntariosa Anne Hathaway que, salta a la vista, se crece con Hugh Jackman -quien sin ella iba sobrado, por cierto- y se pierde con el pedazo de madera monina de al lado. La falta de coreografías, las filmaciones sosas… Por suerte, los veteranos han salvado Momentos. Kirk Douglas, pícaro y comediante; Eli Wallace, gracias por estar aún vivo; Francis F. Coppola, que simplemente ha aparecido; la inmensa Helen Mirren, que pasaba por allí; el inteligente Aaron Sarkin -mejor guión adaptado, y super atractivo caballero-; la eterna perdedora, mi adorada Annette Beining; Jeff Bridges, pletórico de autoridad escénica, su intervención ha supuesto un auténtico Momento Cine.

Los muertos también han estado muy bien, sobre todo Lena Horne -antes que ella, muy viva, Halle Berry, la más guapa-, aunque he echado de menos -como Jaume Figueras ayer en la SER- a nuestro Berlanga y a la Jean Simmons de todos. ¡Dejarse a Jean Simmons es olvidar el cinemascope! Y todo lo que la dama hizo, antes, en Inglaterra, y luego en Hollywood. Ya me imagino al del guión: «Ponedme un homenaje a los muertos pero que  sea breve, no vayamos a asustar al parvulario». Picadito, picadito, que dicen ahora los jefes en las redacciones, para que el lector no se vaya a indigestar con un buen reportaje extenso.

Los premios, bien, pero Valor de ley es mucho mejor película que El discurso del Rey, que ya sabéis que me gusta. Y Toy Story 3 también se llevó un Oscar, lo cual me alegra.

Lo peor, la aparición de los niños del coro de Staten Island interpretando Over the Rainbow. Me he sentido como si, en vez de asistir al glamour y el poderío de Hollywood, acabara de presenciar el canto de la lotería del 22 de diciembre. A ver si se enteran de que Over the Rainbow es una canción para adultos: sólo nosotros sabemos que el arco iris se disuelve en el aire cuando nos acercamos. Dorothy era Judy Garland ya crecida, y con amarguras, cuando hizo la película. Por eso la cantó tan bien.

Os juro, por otra parte, que me cuesta reconocer a alguna gente, y no lo digo sólo por Billy Crystal, que ya llevaba lo suyo en la faz cuando presentaba -y tan bien- ceremonias de antaño. ¿Me equivoco o la Bullock está estiradísima? ¿Y qué decir de la mitad de Australia? Por insistir: qué bien le sienta a Hugh el corte de pelo a lo marine.

Ea.

Su alteza, Tony Curtis

De niña, debí de ver unas doscientas veces Su alteza, el ladrón (Rudolph Maté, 1951), estimable película de aventuras de los tiempos en que Oriente Medio era para Hollywood un arpa dorada de la que arrancaba tañidos procedentes de Las Mil y Una Noches. Era imposiblemente guapo. Cabello negro y ensortijado, cutis moreno, ojos grandes y azules. Y sobre todo, una arrolladora simpatía. Mi corazón infantil se entregó a fantasías: porque Tony era, por entonces, un entrañable ídolo de matinée, parecido a aquel Robert Wagner de El príncipe Valiente. En el barrio, en los programas dobles, acogíamos con regocijo sus apariciones.

Antes de hacer Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), magnífico cómic para adultos (con Kirk Douglas y la que sería su mujer, la tetuda Janet Leigh, por entonces «novia de América»), coprotagonizó con Burt Lancaster -con quien ya había rodado la pintoresca Trapecio (Carol Reed, 1956)- un extraordinario film negro, rodado en blanco y negro, una crítica feroz del periodismo de cotilleos, situada en el Broadway de mitades de los 50, en los escenarios naturales y durísimos de la calle 42 esquina Broadway. La peli se llamaba Sweet Smell of Succes (1957) era del muy especial Alexander Mackendrick, que tan bien hurgó, en Viento en las velas, en los abismos de la infancia.

Era un actor formidable, brillante, guasón. Excelente haciendo de conquistador en irrepetibles comedias como Bésalas por mí (Stanley Donen, 1957), ¿Quién es esa chica? (George Sidney, 1960) o Boeing Boeing (John Rich, 1965), dio el do de pecho como actor dramático -y sumamente contenido- al incorporar a El estrangulador de Boston (Richard Fleisher, 1968). Ahí la crítica se le rindió, cuando tenía que haberlo hecho mucho antes. Ha pasado a la historia por una de las mejores comedias de la historia del cine, Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), y como el sensible esclavo Antonino en Espartaco, el mejor peplum.

La carrera de Tony Curtis se desarrolló y alcanzó su máximo esplendor en sólo una docena de años. Cuando el cine dejó de ser grande -a mediados de los 70-, él también salió perdiendo. Salvo las ganas de vivir y de cachondearse. En su autobiografía cuenta lo bien que se lo pasó -de lo cual debemos alegrarnos-; que la escena del yate con Marylin Monroe sucedió de verdad -que él se empalmó, especifica-, y que su mujer, Janet Leigh (a quien Hitchcock convirtió en la ladrona fugitiva de Psicosis), era una verdadera arpía.

Ah, y no era hortera en los 50 y 60. Eso le ocurrió al hacerse mayor: como lo sería Jim Morrison si hubiera sobrevivido, de haber continuado vistiéndose igual. Se convirtió, desde luego, en un tipo bastante plasta que abrumaba a los periodistas con sus recuerdos, reales o inventados, y sus fardes. Pero quien esté libre de fabulaciones que tire la primera piedra.

Lo dicho, el Más Allá se está poniendo muy interesante.

Espartaco

Ahora que tenemos en la tele a unos musculitos haciendo el Spartacus, me gusta recordar el final de aquella magnífica película de Stanley Kubrick, producida por Kirk Douglas, que reunía lo espectacular con lo privado, lo social con lo íntimo, una superproducción ejemplar cuajada de interpretaciones de secundarios formidables (Charles Laughton, Peter Ustinov) y con mi amada Jean Simmons, más conmovedora que nunca. Arriba, el final de la peli, que todavía me hace llorar a chorros: «Tu hijo será libre». Y por abajo, un simpático brindis con agua mineral con rodaja de limón (le había dado al frasco de lo lindo) que miss Simmons le dedicó, ya en su estupenda vejez, al one and only Espartaco.

¿El gran carnaval?

Hubo una película, os acordáis los más mayores y cinéfilos, sin duda. El gran carnaval, de Billy Wilder. Un hombre cae en un hoyo en un árido terruño casi despoblado y se monta un cirio mediático gracias a un reportero cínico y sin escrúpulos, interpretado por Kirk Douglas. Al infeliz no lo sacan para seguir vendiendo periódicos, para que el lugar, convertido en un carnaval, no decaiga.

No digo que lo de los 33 mineros chilenos vaya a convertirse en lo mismo. En la peli había una esposa que era una rubia traicionera y aquí tenemos a 33 familias devotas y peleonas. En cuanto al circo mediático, lo habrá en parte (vídeos grabados para que se dirijan a sus familiares y colgados luego en la red, o exhibidos en los periódicos tras la consabida publicidad, que resulta casi obscena).

Cuatro meses dan para eso y más, incluso para el olvido. Pero entre tanto hay un periodismo que puede denunciar lo que realmente importa de este hecho: en qué condiciones trabajan esos hombres y por qué. Ese es el periodismo de denuncia que puede contribuir a que este drama termine bien no sólo con los mineros sanos y salvos de retorno con los suyos y con el presidente de Chile fotografiándose a su lado. Puede contribuir a que al menos al empresario le pongan una jodida multa Que mucho más no pasa en este mundo. Leed la nota de Francisco Peregil publicada hoy en El País.