El pregón republicano de Téllez
Mirad qué pregón más hermoso se ha marcado Juan José Téllez en el parque del Alamillo de Sevilla, en memoria de la I República «y en espera de la III»:
UN PREGÓN REPUBLICANO
Esta mañana, en memoria de la I República Española y en espera de la III, hemos celebrado una fiesta en el parque del Alamillo de Sevilla. Me pidieron que escribiera un pregón y lo hice, con polémica incluida. Este es el texto del discurso.
Gracias, compañeros y compañeras, por acompañarnos hoy en la aventura de la memoria y en esta apuesta tricolor por un porvenir que no sea del color del dinero ni del uniforme gris del pensamiento único.
Así, no reivindicamos la república como un horizonte revolucionario sino como algo tna evidente como que el aire se respira y el amor se disfruta. La república no tendría que ser algo milagroso sino simplemente sensato, una de las últimas estaciones en la ruta de la democracia plena.
En ese sentido, debemos agradecer a la Casa Real española los formidables esfuerzos que, a lo largo de los últimos meses, viene haciendo para apoyar nuestra causa. Y, muy especialmente, queremos referirnos al ciudadano Iñaki Urdangarín y a su distinguida esposa Cristina, por su implicación en la trama del Caso Noos, que ha llevado a la justicia, con su habitual entusiasmo en estos casos, a movilizarse para investigar al juez que ha decidido elevar el rango de las imputaciones más allá del presidente Jaume Matas. Sin la decidida cooperación de ambos, sin las memorias del embajador alemán en España durante los tenebrosos días que siguieron al golpe de estado del 23 de febrero de 1981, sin las puertas del palacio de la Zarzuela que se precipitan sobre el ojo de Juan Carlos de Borbón y sin ese puñetero tendón de Aquiles que puede anunciar que la monarquía española no es invencible, es probable que la Tercera República estuviera más lejos de lo que aún, lamentablemente, sigue estando.
En cualquier caso, los republicanos españoles no alzamos nuestra bandera en exclusiva contra la avaricia y los negocios oscuros de esa corte de juguete de nuestro actual monarca, sino contra la propia condición de la monarquía. ¿Cómo vamos a aceptar los demócratas que nuestro sueño de igualdad para todos se detenga a distinguir que la sangre o la cuna pueda determinar desde el momento de nacer que una persona puede convertirse en un jefe de Estado sin pasar por las urnas? Claro que también cabríamos, en estos momentos oscuros de la historia mundial, preguntarnos como demócratas por qué consentimos que nos gobiernen los extraños mercados que trafican con nuestra deuda, los bancos centrales que regalan dinero a los bancos pero no a las propias naciones a las puertas de la bancarrota, las grandes trasnacionales que mueven los hilos del poder, pero cuyos consejos de administración no se someten a elección directa mediante sufragio universal cuando es de ellos de quien depende el bienestar o mejor dicho el malestar de todos.
Ya no sólo bascula sobre nuestras cabezas la corona del palacio de Oriente. Hay otras coronas que se empeñan en recortar nuestras libertades y que aquella ecuación mágica de libertad, igualdad y fraternidad, tan sólo suponga un estribillo vacío en la eterna canción de una historia escrita a la medida de quienes siempre han vencido.
Este año conmemoramos dos siglos de la primera constitución democrática española, la de Cádiz de 1812, promulgada en plena guerra contra los ejércitos de Napoleón que, como ahora ocurre en Afganistán, en Irak o en Libia, quería exportar la Revolución Francesa en la punta de las bayonetas. Pero aquellos constituyentes de hace doscientos años, aunque se olvidaran de las mujeres, de los esclavos o de los asalariados y dejara claro el catolicismo de la nación, querían sentar las bases para que el poder no fuera absoluto y para que los reyes dejaran de ser déspotas. Por eso fue un rey absolutista, Fernando VII, aquel monarca que pasó de ser el Deseado a ser el Indeseable, el que abolió la Constitución y restauró el Santo Oficio.
Nos costó mucho conciliar aquel sueño de nuevo. Lo intentó Riego en Las Cabezas de San Juan en 1820 y su himno todavía identifica hoy nuestra gana ubérrima de que, como decía La Pepa, los españoles podamos ser alguna vez justos y benéficos, o lo que es lo mismo y en palabras de Thomas Jefferson, alcanzar la libertad y algo parecido a la felicidad, al mismo tiempo. Aquel viaje no fue gratuito. Que se lo pregunten a Mariana Pineda camino del cadalso, a Torrijos fusilado en las playas de Málaga, a José Martí en un presidio español, urdió aquellos versos que todavía rezan: “Admiro a quien de un revés,/ echa por tierra a un tirano/, lo estimo si es cubano,/ lo estimo si aragonés”.
Porque la patria real de nuestra república es el universo, como esos mercaderes de la globalización que cansados de que el tercer mundo quedara tan sólo reducido a tres cuartas partes del planeta tierra, ahora quien ampliarlo a nuestra propia casa, que transversalmente como sus formidables empresas y bancos, atraviese las fronteras y no quepa ya distinguir la geografía de la pobreza de la del bienestar. Y no porque la opulencia se extienda a todos, sino porque sea la miseria quien nos iguale, entre reformas laborales que sólo llevarán a más despidos y a empleos precarios, entre el déficit cero impuesto en nuestra Constitución sin consultarle al pueblo, quizá porque en realidad padecemos un déficit cero de autodeterminación, un déficit cero de autogobierno, un déficit cero de lucha y de esperanza.
Hubo otro tiempo en que existía un claro superávit de la valentía y compromiso. Fueron los días de la revolución gloriosa, de la Primera República española, del cantón de Fermín Salvochea y de muchos otros que tan sólo reconocían tres reinos, los de la naturaleza.
Hubo días azules y otro sol de la infancia. El que alumbró a España un 14 de abril de 1931, al proclamarse la efímera Segunda República española que, sin embargo, tanto y tan bien aprovechó el tiempo, aunque no gustase un ápice a los caciques, a los curas trabucaires y a quienes aún creían que la mujer no debía votar, aquellos tontos que, a decir de Rafael Alberti y de Juan Panadero, creían que había que hablarle en tonto al pueblo.
Llevábamos puesta la libertad en la solapa, mientras caían las dictaduras y las dictablandas, el vivan las cadenas y los cien mil hijos de San Luis que merecieran ser hijos de otra cosa. Todo iba a ser posible, a partir de entonces: incluso acertar, incluso equivocarnos.
Quizá me falle la memoria pero los días eran más claros aunque fuésemos más pobres y la esperanza era una noticia que corría de boca en boca, que ya rompía la censura y se mascullaba en las canciones. Eran días de besos y de adolescencia, como si España toda, la malherida España, fuese una quinceañera, una debutante en edad de merecer cuando la ternura vistiera su traje de tricolor canesú.
Aquel 14 de abril, desempolvaban las urnas y todas las palabras eran de honor. Incluso daba la sensación de que los intelectuales pensaban y que los ancianos soñaban todavía en vez de lamentarse. La gente digna salía de las cárceles y los indignos salían del país. Los sindicatos exigían salario justo o la tierra para el que la trabaja, entre puños alzados y lágrimas en los ojos. Los muros de las ciudades parecían hechos para ser leídos, entre pintadas que reclamaban amnistía, libertad y corazones cruzados con una flecha.
Por primera vez en mucho tiempo, la incertidumbre no estaba en la orilla de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega, sino que era un escalofrío que recorría sobre todo los círculos de ganaderos, el selecto club de los empresarios, la cautela pacata de los casinos provincianos donde ya no quedaban hombres que augurasen que volverían los liberales cual torna la cigüeña al campanario.
No íbamos a cometer los errores de antaño, nos prometíamos, mientras el poder ensayaba sus viejos juegos malabares y apostaba con cambiar simplemente algo para que nada cambiase. Ni en el Cádiz constitucional ni en Sevilla la Roja, nadie estaba demasiado seguro del porvenir pero todos sabíamos perfectamente que era inevitable; por mucho que nos mandasen a guardias y a policías para meternos en cintura, o por más que hubiera otra vez ruido de sables en las salas de banderas de los viejos cuarteles.
Tanto tiempo después, desempolvo los tomos de la hemeroteca y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos: nos veo mucho más audaces que hoy, imaginando nuevas fronteras en mitad de una crisis que también estrangulaba la garganta y el bolsillo del mundo. Las fotos ocres por el paso del tiempo completan el rompecabezas del retrato robot de aquel país: peor vestido que hoy, pero más intrépido; más analfabeto, pero más sabio; con menos que perder y con todo por ganar.
Aquel 14 de abril de 1977, dejen que cuente un detalle personal, murió mi padre pero el libre albedrío empezaba a vivir por nuestras calles. Un año después, se aprobaba la Constitución que todavía nos rige y que, cada año, suele conmemorarse en colegios y en despachos oficiales. Sería hora de ponerla en hora porque, como también dijo Thomas Jefferson, resulta temible pasar veinte años sin rebeliones y nosotros, en España, llevamos treinta y cuatro sin decir que esta boca es mía.
Necesitamos, quizá, una nueva constitución en donde se obligue a los ciudadanos a que nos embargue la emoción de construir la democracia cada día y no sean los bancos quienes nos embarguen el pan nuestro, la vivienda a la que supuestamente tenemos derecho, el puesto de empleo del que carecen, hoy por hoy, más de cinco millones de compatriotas que pueden ser siete el año que viene, por esa curiosa costumbre que tenemos, cuando siempre que nos toca acudir a las urnas contratamos a Drácula para matar a Frankestein, en lugar de clavarle una estaca en el pecho o una bala de plata a este sistema que, como proponía Federico García Lorca ochenta años atrás, habrá que cortarle en cuello antes de que sea el sistema el que nos degüelle a todos.
Queremos una constitución que encarne a los valores republicanos, que no sólo cotizan en la bolsa del corazón sino en la de la razón. Ellos tendrán sus razones de estado y su corazón de piedra. Nosotros tenemos el espectáculo del amanecer, la magia de los crepúsculos, la música que lamentablemente nunca suele amansar a las fieras, los libros que siempre arden a 451 grados Fahrenheit si no transmiten el pensamiento único.
Nosotros tenemos los bailes de salón, la hora del bocadillo, la sonrisa del chiste, los viejos amigos y la compasión, que simplemente significa, apasionarse con algo que sea noble, hermoso y justo como el juez Garzón sentando por fin al franquismo en el banquillo, aunque tan sólo sea a través de la palabra y de la voz de sus víctimas, como testigos de cargo de que una democracia no puede serlo sin ajustar cuentas con la historia del fascismo.
Claro que quizá tengamos que esperar cierto tiempo para convencer a todos aquellos que hoy no nos acompañan de que se han dejado engañar por los cantos de sirena, por la hipnosis de los grandes medios de comunicación, por los discursos hueros de quienes no son voces propias sino un mal eco del silencio. Nosotros, en cambio, hemos jurado la alegría como una bandera al viento, defendemos la patria de un beso, armamos un ejército de caricias, atesoramos un arsenal de ternura, aceptamos la obediencia debida a la pasión y el gozo.
Ellos tienen un sueldo. Nosotros tenemos un sueño.
Ellos tienen unas órdenes que cumplir. Nosotros sólo queremos seguir cumpliendo años.
Para ellos, el señor, si, señor. Para nosotros, el te quiero.
Para ellos, el color caqui. Para nosotros, el arcoiris.
Para ellos, los tanques. Para nosotros, los de cerveza.
Para ellos, las hojas de la burocracia. Para nosotros, las hojas de los árboles.
Para ellos, los himnos. Para nosotros, los boleros.
Para ellos, las ruedas de molino. Para nosotros, el pan desnudo y crujiente de la vida cotidiana.
Escribamos una constitución nueva, con el color de la vida y que obligue claramente a:
Que los portaviones ayuden a los cayucos.
Que los únicos boinas verdes sean los ecologistas.
Que los novios de la muerte se desenamoren de ella.
Que cada día sea de verdad quince eme.
Que el séptimo de caballería se fugue con la novena de Beethoven.
Que el miedo ya no guarde ninguna viña y que, en la película del presente y del futuro, mi país deje de ser el mayordomo de los asesinos, el traficante de pieles que le vende rifles y agua de fuego a los salvajes dictadores.
Que sólo pueda corrompernos la ternura. Que nuestro precio sean tan sólo un puñado de ideas, que quizá cada vez sean menos, eso es cierto, pero en la que quizá creamos también cada vez más.
Que los únicos reyes sean los de la casa, esos locos bajitos como les llamaba Gila, que tienen derecho a crecer en un mundo realmente igual para todos.
Que con las bombas que quieran tirar los fanfarrones de una Europa cuyo traje se ha cortado a la medida de los banqueros y no de sus pueblos, nos hagamos tirabuzones aquellos que creemos en otra forma de concebir la vida y que el único trono posible sea el de la soberanía popular.
También lo dijo Thomas Jefferson que, por cierto y aquí entre nosotros, pronunciaba frases hermosas aunque fuera un temible esclavista. Pero el caso es que lo dijo: Me gusta más los sueños del futuro que la historia del pasado. A mi, también. Salud y república por lo tanto.