Fusilados de 1975, y frío en el alma
Leo en un Interviu, en un aniversario de aquella siniestra matanza:
«En Barcelona, fue ejecutado Juan Paredes Manot, Txiqui, de 21 años, y en Burgos, Ángel Otaegui, de 33. Ambos, acusados de pertenecer a ETA. En Hoyo de Manzanares (Madrid), José Luis Sánchez Bravo, de 22 años, Ramón García Sanz, de 27, y José Humberto Baena Alonso, de 24, miembros del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP). Las condenas a muerte, dictadas por tribunales militares, estaban decididas de antemano. Ni el clamor internacional pudo pararlas.»
Recuerdo aquellos días, las protestas, los llamamientos internacionales, pero sobre todo recuerdo el manto de ceniza que cayó sobre nosotros, sobre la España que no mandaba ni se enriquecía. La oscuridad parecía carecer de límites, la sangre de aquellos hombres jóvenes pintaba de dolor nuestras paredes, alma adentro. La desesperanza.
Me dije que no aguantaba más y me fui a París, a respirar, a recorrer las sofás y los lechos auxiliares de los amigos, muchos de ellos en el exilio, a hacer cosas tan simples y aquí inalcanzables como conectar la televisión y escuchar un apasionado debate, libre, libre, libre, sobre todo tipo de ideas. Mientras estaba allí Franco empezó a pudrirse en la cama -su cuerpo: su mente siempre fue una gusanera-, que fue como morirse encima de todos, soltando sus heces, y quienes le habían acompañado empezaban a preparar que su transición a la democracia resultara lo menos costosa posible.
Sentencias de muerte. Nunca de olvido.