Los espíritus de la Navidad
De mi huraña actitud hacia la Navidad, adquirida tanto por circunstancias personales como por costumbres circenses que veo desarrollarse a mi alrededor, he evolucionado hacia un dejar hacer e incluso un disfrutar de algunos momentos, acompañada esa tendencia mía, siempre, por un infranqueable portazo contra la invasión de mi intimidad en horas que no deseo pasar como los demás ni con los demás. A estos demás, los vivos, les dedico atenciones -antes y ya al filo de la Nochebuena, y una vez pasado el 25-, y luego me meto de lleno en el disfrute amistoso, del 1 de enero en adelante, que suele coincidir con venidas del personal que resultan muy gratificantes. Estamos todavía aquí, venid y abracémonos, brindemos por ello, qué suerte que ya termina esto, qué trajín, uf, cuánto compromiso.
Los espíritus que me visitan durante estas jornadas no son los de mis queridos muertos, que esos están todo el año, como un forro adherido a la epidermis, algo que si aprietas aquí, o ahí, te devuelve inmediato tal nombre y tal día. Una presión en la mano, un repentino calor en la base del cuello.
Me visitan, puntualmente, recuerdos de Navidades que sí disfruté -no cuento aquellas en que mi hermana era la persona a quien mi presencia hacía disfrutar, y eso era sagrado-, y me doy cuenta de que todas están relacionadas con la lejanía y la visita. Es decir, cuando vivía habitualmente en Beirut la fiesta me era tan indiferente como en Barcelona, los niños me parecían igualmente gritones y las familias tan empoderadas del contexto como en otra parte. Pasaba por entre los árboles iluminados y bajo las cenefas multicolores con el mismo desapego con que transito por aquí. Sin embargo, una Navidad chilena con calor y puestos de baratijas en las calles, una amiga a la que ayudabas a preparar la mesa… Eso, sí. Otro espíritu bajo la piel, por cierto.
Y está el arte. El Mesías de Händel en un auditorio romano, el tríptico de Caravaggio en la iglesia de San Luigi dei Francesi, el azul veneciano de una virgen estática recibiendo la noticia del ángel. Una cascada de bombillitas, cayendo como copos de nieve sobre una fachada medieval. Un cuarteto de cuerda en una plaza.
Todas esas vivencias vuelven a mí cuando me encierro en mi fortaleza y ha sonado la última llamada telefónica o el último whatsupp deseándome Felices Fiestas. Ráfagas de Navidades mías, únicas e intransferibles. Y villancicos de película. Me gusta mucho la costumbre de cantar villancicos en la calle. Tengo para siempre, qué tontería, os parecerá, a Julia Roberts y Susan Sarandon cantando en un corro, con mitones, ¿era en Quédate conmigo? Igual que tengo el taconazo de Pelé en Evasión o victoria: no hace falta que te gusten la Navidad ni el fútbol para disfrutar con ello.
Así he pasado los días recientes: comida normal -el arte de no empacharse-, bebida razonable, saber que los amigos están ahí fuera, listos para el reencuentro, y, por supuesto, un salvavidas a mano: una buena serie inglesa de asesinos múltiples.
Os deseo lo mejor en los días que empiezan.