Su alteza, Tony Curtis

De niña, debí de ver unas doscientas veces Su alteza, el ladrón (Rudolph Maté, 1951), estimable película de aventuras de los tiempos en que Oriente Medio era para Hollywood un arpa dorada de la que arrancaba tañidos procedentes de Las Mil y Una Noches. Era imposiblemente guapo. Cabello negro y ensortijado, cutis moreno, ojos grandes y azules. Y sobre todo, una arrolladora simpatía. Mi corazón infantil se entregó a fantasías: porque Tony era, por entonces, un entrañable ídolo de matinée, parecido a aquel Robert Wagner de El príncipe Valiente. En el barrio, en los programas dobles, acogíamos con regocijo sus apariciones.

Antes de hacer Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), magnífico cómic para adultos (con Kirk Douglas y la que sería su mujer, la tetuda Janet Leigh, por entonces «novia de América»), coprotagonizó con Burt Lancaster -con quien ya había rodado la pintoresca Trapecio (Carol Reed, 1956)- un extraordinario film negro, rodado en blanco y negro, una crítica feroz del periodismo de cotilleos, situada en el Broadway de mitades de los 50, en los escenarios naturales y durísimos de la calle 42 esquina Broadway. La peli se llamaba Sweet Smell of Succes (1957) era del muy especial Alexander Mackendrick, que tan bien hurgó, en Viento en las velas, en los abismos de la infancia.

Era un actor formidable, brillante, guasón. Excelente haciendo de conquistador en irrepetibles comedias como Bésalas por mí (Stanley Donen, 1957), ¿Quién es esa chica? (George Sidney, 1960) o Boeing Boeing (John Rich, 1965), dio el do de pecho como actor dramático -y sumamente contenido- al incorporar a El estrangulador de Boston (Richard Fleisher, 1968). Ahí la crítica se le rindió, cuando tenía que haberlo hecho mucho antes. Ha pasado a la historia por una de las mejores comedias de la historia del cine, Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), y como el sensible esclavo Antonino en Espartaco, el mejor peplum.

La carrera de Tony Curtis se desarrolló y alcanzó su máximo esplendor en sólo una docena de años. Cuando el cine dejó de ser grande -a mediados de los 70-, él también salió perdiendo. Salvo las ganas de vivir y de cachondearse. En su autobiografía cuenta lo bien que se lo pasó -de lo cual debemos alegrarnos-; que la escena del yate con Marylin Monroe sucedió de verdad -que él se empalmó, especifica-, y que su mujer, Janet Leigh (a quien Hitchcock convirtió en la ladrona fugitiva de Psicosis), era una verdadera arpía.

Ah, y no era hortera en los 50 y 60. Eso le ocurrió al hacerse mayor: como lo sería Jim Morrison si hubiera sobrevivido, de haber continuado vistiéndose igual. Se convirtió, desde luego, en un tipo bastante plasta que abrumaba a los periodistas con sus recuerdos, reales o inventados, y sus fardes. Pero quien esté libre de fabulaciones que tire la primera piedra.

Lo dicho, el Más Allá se está poniendo muy interesante.